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Cicatrices


Adoquín dañado

Nadie es virgen. Nacemos con cicatrices, contratiempos del cuerpo y el alma. Cicatrices. Las de nuestros padres, las de los ancestros, las que percibimos incluso antes de poner un pie en este mundo. Hasta lo invisible deja cicatrices, incluso el tiempo deja cicatrices. Las ausencias dejan cicatrices. Y las presencias. Toda palabra contiene su contrario.


Somos libros que albergan nuestra propia historia, colecciones de huellas que nos hablan de lo pasado. Autores y lectores al tiempo, escritores también en los libros de otros. Infligimos daños que causan cicatrices. Abrimos. Cerramos. Y ahí están, para decirnos que no somos inocuos, que incluso la mejor de las intenciones puede lacerar la piel más dura. Las cicatrices son un recuerdo de la fragilidad de quien las tiene. Y son, al mismo tiempo, la constatación de la inmortalidad, el rastro de lo que ha sido, de lo que fue. Son una victoria de los hechos sobre la percepción. Ahí están las cicatrices. Ahí sucedió algo que las causó. Hechos. Algo que marcó el cuerpo o que lastimó el alma. Herida. Daño. Vida. Porque hay dolor si estamos vivos.


Las cicatrices son pistas, hilos de los que tirar para llegar al origen, para desenterrar fantasmas. Son la frontera de la desmemoria, el límite del recuerdo. Son sombras que albergan, a veces, momentos de luz que terminaron en tragedia, otras, tragedias que pudieron ser y no fueron. Son una llamada a la consciencia, a vivir de frente, mirando dónde pisamos para, a continuación, levantar la cabeza, observar el paisaje que nos rodea y participar de él, abrazarlo.


Las cicatrices son el inicio de un camino. No deberían, jamás, convertirse en meta.

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